La estancia está en silencio, solo se escucha el sonido de los tacones de ella al
caminar, como si de las agujas de un reloj se tratase, pues parecen seguir el
ritmo del segundero del reloj de la pared frene a la ventana.
Una mujer camina inquieta por la habitación de paredes cubiertas de un pálido color carne. Tiene el cabello castaño descolorido por las abundantes canas sin teñir, sus ojos marrones
reflejan inquietud y nerviosismo.
Junto a la ventana un hombre de cabello
oscuro y ojos castaños mira con aire ausente
el paisaje urbano. De vez en cuando sus ojos se desvían hacia la puerta abierta, suspira y vuelve a centrarse en el
aparcamiento del otro lado del cristal.
En una de las sillas de plástico blanco pegadas a la pared frente a la entrada, un muchacho de pelo
castaño y llorosos ojos verdes se abraza las
piernas con las rodillas pegadas al pecho. Tiene la cara oculta entre sus
brazos y se balancea adelante y atrás rítmicamente. A sus pies,
un labrador blanco dormita alerta.
De repente unos pasos se acercan por el
pasillo, rápidos pero sin prisa. Ninguno parece darles importancia.
Un hombre ni muy alto, ni muy bajo, ni
delgado, ni rellenito, bigote bien cuidado, cabello negro teñido de canas grises, ojos negros y mirada seria, aparece en la puerta de
la salita de espera. Viste completamente de negro con su elegante camisa de
botones perfectamente planchada y sus oscuros pantalones sin una sola arruga.
-Lo siento mucho, yo… -murmura tímidamente con un toque de
tristeza en su voz. No mira a ningún sitio en particular, pero tampoco esconde la mirada.
La mujer se detiene en medio de la habitación y clava sus cansados
ojos en los de él.
-Si vienes al “funeral” –le responde mordaz y sin titubear-, llegas pronto.
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